Meditación sobre el beso. Minicrónica razonada

A la primera chica que besé no la besé: ella me besó. Fue en abril del año pasado. Estábamos apoyados cada uno en la barra del bar, conversando y tomando unos piscos. No sé qué estaría diciendo yo cuando ella me interrumpió diciendo algo así como que por qué yo no sólo… ¡aaah…!, y luego se interrumpió y tomó mi cabeza entre sus manos y me besó. No opuse resistencia: un par de semanas antes, cuando nos conocimos luego de algún tiempo de escribirnos, quedé fascinado por la facilidad con que me abrí a ella para hablar de todos los temas imaginables —de todos— y sentirme absolutamente a gusto con una mujer con la que el vacío del tiempo se llenaba por completo.

A la segunda chica que besé no la besé: ella me pidió permiso para besarme. Fue en julio del año pasado. Era una fiesta de salsa, a la que fui con un par de amigos, uno de los cuales se empeñó en acercarse a una chica American y a otra Peruvian-American para conocerlas y, claro, presentárnoslas. Como no soy totalmente antisocial, me permití bailar con la Peruvian-American. Fue la primera vez en mi vida en que mi sensor para interpretar los intereses de las mujeres funcionó, y recibí, nítidos, los mensajes de bésame. No lo hice, sin embargo, como le dije poco después, porque estaba yo interesado en la chica del primer párrafo (por supuesto que no se lo dije así, pero quien lee me entiende) a pesar de que había empezado a evitarme en cuanto se dio cuenta de que mis sentimientos hacia ella eran serios. Mi compañera de baile se conmovió con mi respuesta, y confesó que ella estaba también interesada en un chico boliviano a quien vería días después. Luego me pidió permiso para besarme, y como estuviera yo algo harto de jugar al mártir, pues se lo di. Nunca olvidaré la delicia de su perfume sobre la pista de baile, ni su audacia en el taxi de regreso de tomar mi mano para meterla dentro de su pantalón y quién sabe hasta qué tan profundo, porque yo, que soy virgen pero no tonto, saqué la mano de inmediato: no se necesita saltar del edificio para saber que sobre el pavimento se muere. Y yo no quiero la muerte sino la inmortalidad.

De la tercera chica que besé nunca supe si la besé yo o me besó ella. Fue en octubre del año pasado, en una fiesta de Halloween de entrada con consumo all included, que me permitió darle libre curso al whisky, como también —lo voy a decir— a una pequeña ira que me invadió cuando la chica del primer párrafo —ustedes me entienden— prefirió recibir de mi parte un trick en vez de un kiss cuando le formulé vía mensaje de texto al celular la clásica disyuntiva de la noche de brujas, con obvias variaciones —entendiendo, como empezaba a parecerme, que el kiss es el treat de los adultos—. En medio del tal mi enojo, preferí acercarme a conversar con una chica muy linda y de silueta hecha para las manos en lugar de permanecer sentado, bebiendo más whisky y viéndoles las barbas a mis amigos. Y del conversar pasamos al bailar y al besarnos en el taxi y en las esquinas de otra discoteca a la que fuimos.

A la cuarta chica que besé la besé pero fallé: ella ofreció su mejilla izquierda a mis labios. Fue en diciembre del año pasado. Yo creía que me haría caso, porque pensé —ingenuidad masculina— que estaba interesada en mí. Diré que es una chica muy guapa y muy maja. Diré que me gustó conforme la fui tratando. Diré que alguna vez asió con decisión mi mano cuando, luego de que se apoyara ella sobre mi hombro, le tomé la suya. Diré que, triste y desazonado por la continua distancia que la chica del primer párrafo —quisiera escribir su nombre— creaba ante mis demostraciones de afecto —juro ignorar el acoso: sólo conozco la honestidad sentimental—, y motivado por las palabras de mi amigo Vicente Aleixandre —«Basta, tristeza, basta, basta, basta»—, pensé: ¿por qué no? No recuerdo qué le dije, habrá sido algo muy frío y sensato, pues ella me replicó: «¿Y cuándo eres visceral?», a lo que contesté: «Ahora», y la besé. Me rechazó. «Bueno, también se pierde en la vida; mejor así, así me concentro en la chica del primer párrafo», pensaba, cuando de pronto la chica de este párrafo empezó a besarme. Era la más joven de todas, y gracias a que me dejó algún resto de aire en el pecho, he podido sentarme a escribir estas palabras.

La última chica que besaré no sé cuál será, ni cuándo será; lo que sí sé ahora es que puedo decir sin miedo que no me interesa otra distinta de la chica del primer párrafo. Descubrir, en los respectivos días siguientes, que besé a otras, fue quizá la experiencia más dolorosa de mis treinta años, a pesar de que reconozco que la cuarta ciertamente me gusta, pero no como la primera. Quizá la secreta primacía de la primera se deba al hecho de conocerla desde hace más tiempo. O quizá se deba al hecho de que fue la primera mujer que me besó en mi vida. O quizá se deba a la secreta chispa de que está hecha, y de la que soy incapaz de hablar. No lo sé. Lo que sé es que ella me ha tomado ya, al punto de no disfrutar plenamente los besos si no son los suyos, a los que extraño tanto.

El beso. ¿Qué es el beso? Para mí, el beso es ese abrazo de los labios en el que, ante la imposibilidad de articular palabras, la lengua habla por sí sola. Los brazos son el cuerpo del otro. Los labios son los brazos de uno. La lengua, así enmudecida, acaso sea el alma. No la del uno ni la del otro: una sola quizá. La que debió ser siempre, no la que nos habita cuando estamos solos y podemos articular las palabras de la soledad. Quizá por eso, cuando besé a otras, sentí extrañeza e insatisfacción últimas, más allá del goce del beso per se. Porque mis besos ya eran de otra. Porque mis besos ya tenían la forma de aquella con quien mi lengua, aun muda, era capaz de decir la palabra felicidad.


Publicado antes en el blog de la web de Etiqueta Negra «Uno, dos, tres, probando», el 21 de enero de 2009.

 

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